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Qué felices éramos cuando las cosas solían llamarse por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino.
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Las cosas por su nombre

Por Roberto Casín
Los7Días.com

Llevo semanas dándole vueltas al asunto en mi cabeza, y no he podido más. Aquí se lo lanzo sin mayores miramientos para que me coronen o me condenen. Está claro que vivir en una ciudad de tanta diversidad como Miami tiene un precio, por supuesto que no tan alto ni tan gravoso como el de los alquileres e impuestos. Pero sí incómodo.

El meollo es que la multiplicidad de orígenes, aunque todos tengamos de llave maestra la misma lengua, nos obliga a ser condescendientes por igual con parientes geógraficos y vecinos, con doctos y analfabetos del español y a veces hasta de su propio dialecto. Además, siempre hay equivocados y acomplejados de himno y corneta que, por razones de número, llegan vanamente a creerse que en esta nación fundada por anglosajones, su minoría es más importante que las demás. Y de paso hay que soportarles toda la pedantería que les cuelga.

Hecha la aclaración, se entiende por qué la cordura y el buen espíritu ciudadano imponen reglas de suma delicadeza –de la que algunos carecen– en la buena convivencia con todos nuestros congéneres. Eso ha hecho que en público los cubanos por ejemplo no llamemos más bichos a las cucarachas y alimañas para que los puertorriqueños no confundan nuestros escrúpulos con la lujuria. Y que tampoco hayamos seguido abiertamente dándole a cualquier Concepción el sobrenombre de Conchita para que los argentinos no vean intenciones sexuales en lo que entre nosotros no es otra cosa que un cariñoso tuteo familiar.

Se explica también que, en la jerga común, los hispanos ya no conversemos ni hablemos con los demás sino que ahora platiquemos con tal de contentar a los mexicanos, y que los cubanos hayamos dejado de hacerles en público chistes de doble sentido a los mexicanos renunciando al placer de cogerlos de ”atrás para alante”, para no ruborizarlos ni que piensen mal.

El crucigrama de lenguas dentro de nuestro propio idioma madre llega a ser en ocasiones simpático hasta el enredo. La multiplicidad le da sazón al lenguaje. Lo que lo mata, háblese el español que se hable, es la deformación del buen decir, la semántica huidiza y medrosa en virtud de la cual los locos han dejado de ser locos para engrosar la piadosa lista de los incapacitados mentales, y todos los remolones, holgazanes y brutos han terminado siendo sólo pobres tipos con síndrome de déficit de atención.

Hete ahí que la mutación del idioma y la falta de color en el habla son tan marcadas que, al igual que sucede con el inglés de los americanos, los enanos no son enanos ni los cojos, cojos. Han dejado de serlo para sumarse a la categoría científica de discapacitados. Y cuidado, que resulta de muy mal gusto, y hasta abusivo, llamar a los feos, feos, y decirles H.P, así de simple y en abreviatura, a los hijos de Bola de Sebo, de Ashley Alexandra Dupré o de cualquier otra afiliada al gremio.

Nos está costando tanto llamar las cosas por su nombre que no sólo es la riqueza del lenguaje la que se resiente sino la realidad misma. De hecho se podría dar por extinguidos a los embusteros, si no fuera porque los motivadores y los expertos en labrarse el éxito propio embaucando a los demás vinieron con otro nombre, limpio de sospechas, a reemplazarlos.

Ya no se puede bromear ni con los negros, ni con los blanquitos, ni con los gallegos, ni con los chinos, ni con los musulmanes, ni con los católicos ni con los judíos, porque hasta ahora parece que éramos unos salvajes que durante siglos no habíamos aprendido a comportarnos en sociedad. Para ir al grano, que la mojigatería en boga nos está haciendo perder además del buen humor el sentido común. Si no, que me expliquen eso de que las putas ahora son ”sexoservidoras”, o que un hombre de 50 años puede estar de novio de una viuda, aunque los dos ya tengan en el cuarto tantas horas de vuelo como un piloto de American.

Para terminar. Qué felices éramos cuando las cosas solían llamarse por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino. Ya lo dije alguna otra vez y no me cansaré de repetirlo. Qué penoso es ver que la gente acepte sin chistar el lenguaje gazmoño de políticos y de periodistas, de farsantes y de timoratos. O lo que es peor, que la norma sea la hipocresía y no la sinceridad.

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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