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Entre las paredes del Kremlin aún resuenan los acordes de la Gran Rusia, para deleite de mariscales y antiguos oficiales de la KGB.
Europa Política

El fantasma de Lenin

Por Roberto Casín
Los7Días

Inadvertidamente en unos casos, groseramente visibles en otros, las secuelas del comunismo siguen trastornando a la humanidad. Las noticias llegan esta vez desde Ucrania, donde en el oriente del país retoños de viejos camaradas han tomado las armas para redimir sus nostalgias por el rojo Moscú.

Tras la anexión por Rusia de la región de Crimea, las cosas no han hecho más que complicarse, y los aires de Europa han vuelto a enrarecerse con el miedo a una guerra, desatado—cuando no—por quienes se proclaman campeones de la paz. Mientras detentaron el apelativo de soviéticos, los comunistas rusos estuvieron décadas lavándoles el cerebro a millones de súbditos. Parte del adoctrinamiento fue rediseñar la geografía donde plantaron sus botas, culpar primero a las antiguas metrópolis de todas las aberraciones limítrofes en el planeta y después al capitalismo “imperial”, para finalmente sojuzgar nacionalidades, oprimirlas y trazar fronteras propias.

La Gran Rusia
Aparentemente todo eso forma parte del pasado. Pero entre las paredes del Kremlin aún resuenan los acordes de la Gran Rusia, para deleite de mariscales y antiguos oficiales de la KGB. Quedó demostrado en 2008, en la guerra con Georgia por Abjasia y Osetia del Sur. De modo que, después de engullirse a Crimea, una perla del Mar Negro, existe la sospecha de que el señor Putin quiera cruzar el Rubicón para proteger a los prorrusos que recién proclamaron su independencia de Ucrania etiquetados bajo la República Popular de

Donetsk, en la también llamada cuenca del Donbás, muy codiciada por sus ricas reservas de hierro y carbón. Lo más tenebroso es que en medio del torbellino separatista, que cualquiera diría responde solo a motivos históricos y culturales, han aflorado además los mismos odios raciales que el siglo pasado hundieron a Europa en las sombras y desencadenaron las llamas del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial.

Al fragor de las revueltas, encapuchados han estado repartiendo panfletos por las calles en Donetsk, exigiéndole a la población judía que se registre, que den santo y seña a las nuevas autoridades, al más puro estilo nazi. Es la punta de un iceberg que, a pesar de los horrores hitlerianos, aún flota en las turbulentas aguas de Europa. En Slaviansk, un enclave del separatismo ruso en el este de Ucrania, paramilitares mantienen en pie de guerra la ciudad y algunos grupos étnicos como los gitanos han denunciado robos, golpizas y asaltos a sus hogares.

Pretensiones autonomistas
Más cerca aún de la frontera con Rusia, en Luganks, otro viejo feudo de Moscú, existen iguales pretensiones autonomistas. Pero no todo queda ahí. Al otro lado de Ucrania, en otra antigua república soviética, Moldavia, hay un territorio fronterizo en forma de franja conocido con el nombre de Transnistria, que es el único lugar en todo el viejo continente que sigue teniendo la hoz y el martillo como símbolos en su bandera.

Sus habitantes, alrededor de medio millón, se ven a sí mismos como rusos, ucranianos o moldavos, pero en su mayoría aún se creen soviéticos. Tiraspol, la capital, en la ribera occidental del Dniéster, aún conserva la misma estampa de bastión bolchevique que oficialmente tuvo hasta que Moldavia se escindió de la desmoronada Unión Soviética en 1991.

La misma suerte de Crimea
Cientos de soldados rusos acantonados en Transnistria nunca se han retirado. Una anacrónica imagen de Stalin cuelga de una de las paredes en la sede del Partido Comunista local. Y muchos en la región quisieran correr la misma suerte de Crimea. Tienen como aval que su servicio secreto sigue llamándose KGB; su parlamento, Soviet Supremo, y en la plaza frente a éste se levanta una enorme estatua de Lenin.

En febrero pasado, el presidente de la asamblea legislativa de Transnistria envió una carta a su par en el parlamento ruso — la Duma— recordándole el interés de esa región moldava en ser incorporada a la Federación Rusa, aun cuando solo se le conceda el estatus de que hoy goza Kaliningrado, la Hong Kong que Moscú posee clavada como una daga entre Lituania y Polonia. Se explica entonces por qué algunos temen que los fantasmas de Lenin y sus lugartenientes, un siglo después de la infausta Revolución de Octubre, puedan encender la mecha de una nueva guerra en Europa. Tristemente, sus miedos no son infundados.

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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