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No había velorio en el barrio al que nuestro personaje no fuera.
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Réquiem por el Ñámpiti, el caballero de los tanatorios

Por Roberto Casín
Los7Días.com

Imposible recordar su nombre de pila. Porque nunca nadie lo llamó por él, y mucho menos por su apellido. Unos por mofa, otros por cariño, todos le decían el Ñámpiti, y en muchas manzanas a la redonda era más conocido en las funerarias que en los cafés, bares y bodegas.

No había velorio en el barrio al que nuestro personaje no fuera, y de tanto frecuentar las capillas fúnebres de La Habana –por asociación– se le quedó el nombre, porque la respuesta usual en la época cuando se preguntaba por algún fallecido era: “le dio ñámpiti gorrión”.

Nunca faltó quien lo viera con reserva, como quien mira a un ave de mal agüero. Tampoco faltaron quienes pensaban que era un demente, un desquiciado que sufría de trastornos necrológicos. Pero lo cierto es que el Ñámpiti iba puntualmente a todas las exequias y lo hacía con un pundonor y una elegancia intachables.

De guayabera blanca, pantalón de casimir oscuro y sombrero tipo Fedora de fieltro negro, pobretón y muy usado pero de alas todavía airosas, el Ñámpiti llegaba entre los primeros a la funeraria e iba directamente hasta el ataúd a rendirle tributo póstumo al finado, fuese o no conocido. Luego con una mano se quitaba respetuosamente el sombrero mientras que extendía la otra para darle el pésame a los familiares, y terminaba sentándose cabizbajo entre los dolientes.

Oficio de relojero
Su oficio de relojero debió haberle ayudado, porque quienes alguna vez habían sido testigos de su vocación fúnebre aseguraban que transcurridas una tres horas de estar en el velorio, el Ñámpiti echaba mano a la leontina, sacaba su reloj de bolsillo y sin abrirlo lo acariciaba, como palpando si había llegado el instante de partir. Entonces se acercaba de nuevo a la caja del muerto, y sombrero al pecho se inclinaba levemente en señal de reverencia, daba media vuelta y en silencio se iba.

Los tiempos del Ñámpiti eran otros. La gente se moría igual que ahora, pero se les despedía de otra manera, y el luto por así decirlo era una institución. No sé si estaba mal o bien, pero era así. Los familiares del difunto acudían religiosamente al velatorio y cumplían un plazo para exteriorizar sus penas. En cambio, en las grandes ciudades, hoy muchos obituarios se cierran casi de portazo, y por regla existe rechazo al martirio de estar velando por horas al muerto antes de darle sepultura. Nada, que el que se fue se fue y algunos creen que no tiene por qué aguarle la existencia a los que se quedan.

La conclusión de esta historia es que todos los que alguna vez se compadecieron del Ñámpiti como quien siente lástima por un loco bueno e inofensivo, tuvieron oportunidad de saber que aquel no tenía ni un pelo de orate, y que su propósito era expresar, con una buena dosis de corazón y desconsuelo, pesar por la muerte de cualquier semejante.

Amigos anónimos
Era de los que creía que el respeto por los muertos es tan sagrado como el que debe profesárseles a los demás en vida. Y quién quita si tocado por la infeliz decepción que nos provoca a todos la muerte, su intención era también intuir la propia despedida, experimentar de manera anticipada cómo iba a ser su velorio en este mundo, prepararse para el día que otros fueran los dolientes y él, el invitado de palo.

Lo que tal vez jamás pudo imaginar el Ñámpiti en vida es que el día de sus exequias, cuando le tocó el turno, la funeraria tuvo que alquilar sillas para dar asiento a la desbordada multitud de amigos anónimos que fueron a rendirle honras como a uno más de la familia. No le hicieron falta ni medallas en el pecho, ni títulos doctorales ni mayor notoriedad pública.

La gente fue en masa al mortuorio a dejar constancia de su dolor por un difunto que no necesitaba de esquelas en los diarios; un muerto de esos que ya no abundan para descrédito de los finados célebres, los que llenan las planas de los periódicos y los libros de historia, por los que se hace ondear banderas a media asta y se decreta duelo nacional, pero que al final del cuento no dejan ninguna huella en el corazón de la gente ni en el alma del barrio.

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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