Por David J. Hall
Los7Días.com
Fue uno de esos eventos que laceran y marcan la conciencia individual y colectiva como con un hierro candente: profundo, doloroso, indeleble. Para los de mi generación, como el día en que asesinaron a Kennedy, a John Lennon, o el día en que estalló el Challenger; para siempre en la memoria. Recordamos donde estábamos, que estábamos haciendo.
Ese martes, como de costumbre, había llegado a la oficina alrededor de las 7:30 am. Era una mañana fresca, soleada, con los primeros tintes de ese no sé qué especial que presagia el otoño, mi época del año favorita. Washington DC se movía ya a paso rápido, en medio del “rush hour” matinal, y en los corredores del Capitolio y edificios aledaños iban y venían, también de prisa, legisladores, empleados, becarios que hacía sólo unos días habían regresado a la capital para una nueva sesión del Congreso tras el descanso de verano.
Estaba leyendo las noticias más importantes que afectarían mi trabajo ese día, cuando en la parte superior de la pantalla de mi computadora apareció un cintillo que informaba que un avión había chocado con una de las torres gemelas del World Trade Center en New York. Pensé que el piloto de alguna pequeña avioneta había quizá sufrido un infarto, pues en una mañana tan clara y brillante era imposible otra explicación. Pocos minutos después, otro cintillo me sacó de mi error de forma dramática: un avión de pasajeros había chocado con una de las torres.
Tragedia en vivo
Me levanté como empujado por un resorte y me fui al salón de conferencias, donde algunos de mis compañeros de oficina se apilaban ya frente al monitor de TV con expresiones de incredulidad. Las palabras “terrorismo” y el nombre de Bin Laden surgieron de inmediato, aunque los noticieros que seguían la tragedia en vivo aún no habían confirmado las peores sospechas.
Nos encontrábamos todavía mirando consternados el fuego ocasionado por el impacto en la primera torre, cuando de una esquina de la pantalla vimos aparecer el segundo avión y hacer impacto contra la otra torre. Si había alguna duda, el choque del segundo avión confirmo la naturaleza terrorista del desastre. Nos quedamos allí, casi paralizados, observando con una mezcla de horror, rabia e impotencia ese ataque despiadado contra el país y contra miles de inocentes.
Mientras mirábamos atónitos y comenzábamos ya a hacer planes para evacuar la ciudad, escuchamos la explosión y sentimos el estremecimiento del ataque contra el Pentágono, a sólo unas cuatro millas de nuestra oficina. Vimos, horrorizados, victimas del desespero lanzarse al vacío desde alturas de más de 80 pisos, poco antes de ver desplomarse ambas torres, gente corriendo despavorida por las calles del área financiera de Manhattan, y una nube parecida a la de una explosión nuclear envolver la ciudad en humo, polvo, muerte y destrucción. Más tarde, en las noticias, nos enteramos del avión que cayó en Pennsylvania y comenzaron a filtrarse los rumores del increíble acto de valentía de un grupo de pasajeros del vuelo 93 de United que con su acción impidieron un ataque similar contra la Casa Blanca.
Fue otro “día de infamia”, que vio el vil asesinato de casi 3000 inocentes. Infamia que se vio multiplicada por las exuberantes demostraciones de júbilo en muchas capitales árabes y el silencio ensordecedor del mundo árabe/musulmán en general. Pero vio también actos de heroísmo y sacrificio sin paralelo por parte de policías, bomberos, cuerpos de primera respuesta y ciudadanos de a pie que desinteresadamente desafiaron el peligro y arriesgaron sus vidas para tratar de salvar a otros.
Terroristas islamistas
Fueron 19 terroristas islamistas de origen árabe los que perpetraron el salvaje crimen, organizados por un sicópata movido por el odio religioso y antiamericano, Osama Bin Laden, y una interpretación atroz de una religión/ideología que promueve la dominación religiosa mundial y premia con 70 vírgenes y el paraíso a los “mártires” -léase terroristas- del Islam.
Al cabo de 18 años del ataque terrorista más devastador contra Estados Unidos en muestro propio suelo, hay toda una generación para quienes las torres gemelas son sólo una foto de New York “hace años”, y el ataque “una historia que cuentan los padre y abuelos”. Peor aún, hay, incluso entre nosotros, aquí en Estados Unidos, gente, profesionales, periodistas, políticos, maestros, que escondidos tras un velo de falsa “amplitud de mente” y falso pacifismo, promueven la necesidad de “entender” a los que nos atacaron, de ser tolerantes con los que asesinaron a 3000 inocentes y no han cesado de buscar nuestra destrucción como país y como sociedad, porque “la violencia engendra violencia y la intolerancia engendra intolerancia” y “la confrontación permanente no es la respuesta”.
Lo ofensivamente curioso de todos estos “pacifistas” es que en realidad culpan a la víctima y piden tolerancia y no violencia para los victimarios, para los terroristas, para los intolerantes y violentos que trajeron muerte y devastación a nuestro suelo.
¡No, y mil veces no! Con los terroristas no se puede contemporizar, y sus crímenes no deben ni pueden quedar impunes. La verdad no se debe ni puede ocultar, ni pintar con una brocha de corrección política. Terroristas árabes islamistas perpetraron el más vil y mortífero ataque terrorista en la historia de Estados Unidos, y 18 años después no cejan en su empeño de destruirnos. No hay nada que “entender”. En todo caso, lo que tenemos que entender perfectamente es que los terroristas quieren nuestra destrucción, y la única alternativa es destruirlos a ellos primero. “Entender” y perdonar es hacernos cómplices de su horrendo crimen, y la sangre de 3000 víctimas, el sufrimiento de sus familiares, el padecimiento de cientos de policías y bomberos que aún padecen enfermedades relacionadas con las actividades de rescate debe ser acicate suficiente para no dejarnos caer en esa trampa.
En la Zona Cero
Estuve en la Zona Cero sólo dos semanas después del ataque. Aunque las obras de recogida de escombros ya habían mejorado considerablemente la situación en esa parte de la ciudad, el espectáculo era aún dantesco: una capa de polvo y ceniza de más de dos pulgadas cubría aún un área de más de dos cuadras alrededor de donde habían estado las torres. Un olor acre, desagradable, olor a muerte, lo impregnaba todo, y en las paredes de los edificios cercanos que sobrevivieron la catástrofe, miles de fotos de los muertos y desaparecidos, testimonio del horror y alguna fútil esperanza.
Cada año viajo al menos una vez a New York. Indefectiblemente me dirijo al memorial 911, un impresionante y bello recordatorio que, lamentablemente para muchos es sólo un lindo lugar turístico. Pero para mí, y afortunadamente muchos todavía, es un santuario, un altar a la memoria de nuestros muertos y un monumento al espíritu de la nación americana.
¡No. Prohibido olvidar … “entender” o perdonar!