Por Andrés Hernández Alende
Los7Días.com
Tres matanzas con armas de fuego conmovieron a los Estados Unidos en una semana.
La primera fue en Gilroy, un pueblo rural de California, durante la celebración de un evento local, el Festival del Ajo, el pasado 28 de julio. Un joven supremacista blanco de 19 años, llamado Santino William Legan, atacó con un fusil de guerra a los reunidos, casi todos hispanos. El racista mató a tres personas –Stephen Romero, un niño de 6 años; Keyla Salazar, una niña de 13 años, y Trevor Irby, un joven de 25 años– e hirió a 15. Después, al llegar la policía al lugar de la masacre, se suicidó de un balazo. El asesino había adquirido el fusil con toda facilidad en una armería de Nevada, 20 días antes. En su cuenta de Instagram, ya cancelada, el monstruo de 19 años recomendaba la lectura de un libro racista, misógino y antisemita del siglo XIX, titulado Might is Right, que los supremacistas blancos mencionan con frecuencia en sus aquelarres de Internet.
Keyla Salazar, con solo 13 años, tuvo el coraje de quedarse atrás para ayudar a una pariente a escapar de la matanza. Murió heroicamente tratando de proteger a una anciana que usa un bastón para caminar. Y una niña de 10 años tomó a un pequeño de 3 y lo puso debajo de una mesa para salvarlo de las balas. En cambio, el cobarde asesino, con el cerebro derretido por sus lecturas malsanas y por la retórica racista incendiaria que retumba actualmente en los Estados Unidos, no tuvo el valor de enfrentarse a la policía y optó por pegarse un balazo.
Violencia en El Paso
La segunda matanza ocurrió en una tienda Walmart de la ciudad tejana de El Paso, el sábado 3 de agosto. Un joven de 21 años llamado Patrick Crusius, también armado con un fusil de guerra, irrumpió en el establecimiento y comenzó a disparar al azar contra la gente. Crusius fue arrestado tras matar a 20 personas y herir a más de dos docenas.
Entre las víctimas está Jordan Anchondo, una madre de 25 años que cubrió con su cuerpo a su hijo de dos años para protegerlo de las balas. El esposo de Jordan, Andre Anchondo, también murió en el tiroteo. Al igual que en Gilroy, hubo actos de heroísmo frente a la insania de asesinos xenófobos. Una madre no vaciló en dar la vida por su hijo mientras el cobarde criminal descargaba su odio racista.
El asesino enmascarado
Unas horas después, en la ciudad de Dayton, en Ohio, un individuo de 24 años, Connor Brett, enmascarado, con un chaleco antibalas y armado con un fusil de gran capacidad con un cargador especial de 100 balas, más una escopeta de cartuchos, irrumpió en el distrito de bares y restaurantes de la ciudad alrededor de la una de la mañana y abrió fuego contra la gente. La policía acudió a los 30 segundos del primer disparo y dio muerte al agresor, después que este había matado, en ese breve intervalo, a nueve personas y herido a 27. Entre los asesinados estaba la propia hermana de Brett y un amigo.
Brett había comprado el fusil en Internet, a un establecimiento de Texas, y la escopeta en Ohio. Sin el menor problema, como si se hubiera comprado una camisa o un reloj.
Un denominador común de las tres matanzas es la facilidad con que los perpetradores adquirieron sus armamentos. En los Estados Unidos hay aproximadamente el mismo número de armas en la calle que de habitantes, mientras más de treinta mil personas mueren cada año en el país por heridas de bala, más de 90 al día. Entretanto, los estadounidenses compran unos 15 millones de armas anualmente y las armerías facturaron en 2016 más de 8.600 millones de dólares. Un negocio sumamente lucrativo que usa como slogan empresarial la Segunda Enmienda de la Constitución, aprobada en 1791 en respuesta a las circunstancias de la época y totalmente obsoleta hoy. “Una milicia bien ordenada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas, no será infringido”, reza la Segunda Enmienda. Me pregunto a qué “milicia bien ordenada” pertenecían los autores de las matanzas.
En los Estados Unidos hay una epidemia de violencia, entre cuyas causas está la proliferación de las armas. Un hecho fácil de comprobar cuando se observa que en los países desarrollados donde la compra de armas es muy limitada, el índice de crímenes es muchísimo más bajo. En Japón, por ejemplo, la cantidad de tiroteos masivos es cero. Si la facilidad de adquirir armas no tiene nada que ver con la pavorosa cantidad de matanzas, ¿entonces cuál es el problema? ¿Hay más gente desequilibrada en los Estados Unidos que en Canadá, Europa, Australia o Japón?
Racismo y xenofobia
En dos de las matanzas –la de California y la de Texas– el racismo y la xenofobia contra los hispanos fue un detonante. Antes de cometer la masacre Crusius, el asesino de El Paso, colocó un manifiesto racista en Internet en el que indicaba que su acción era una respuesta a la “invasión hispana de Texas”. El monstruo quizá ignora que los hispanos nunca invadieron Texas, sino que ya estaban allí, como en todos los estados del Suroeste, cuando a mediados del siglo XIX los Estados Unidos le arrebataron esos territorios a México en una guerra de rapiña.
En la mañana del lunes 5 de agosto, el presidente Trump pronunció unas palabras lamentando las masacres y desaprobando a los supremacistas blancos. Pero su retórica incendiaria desde que se postuló a la presidencia hasta ahora ha estimulado los bajos instintos de los racistas que pululan en Norteamérica. En 2017, cuando en Charlottesville, Virginia, un desalmado lanzó su automóvil contra una multitud que protestaba contra una manifestación de neonazis y mató a una joven de 32 años, Heather D. Heyer, Trump se abstuvo de condenar a los supremacistas. Hace unos días, dijo a cuatro congresistas demócratas –Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib, Ilhan Omar y Ayanna Pressley– que regresaran a sus países, molesto por la postura de las cuatro representantes ante problemas de la sociedad norteamericana. Pero solamente una de las congresistas no nació en los Estados Unidos: Ilhan Omar, oriunda de Somalia y naturalizada norteamericana.
Violadores y narcotraficantes
Trump dijo en su campaña electoral que México enviaba a los Estados Unidos a violadores, criminales y vendedores de drogas, y que entre la masa de inmigrantes había algunas personas buenas. ¡Vaya condescendencia!
Constantemente se ha referido a la llegada de inmigrantes a la frontera sur como una “invasión”. Y para detener esa “invasión” sigue empeñado en levantar un muro medieval, para regocijo de los retrógrados que lo siguen. Ordenó separar a las familias en la frontera y ha encarcelado a niños inmigrantes. El hecho de que gobiernos anteriores hayan tomado medidas severas contra la inmigración indocumentada –aunque nunca en la magnitud de hoy– no justifica que el gobierno actual implemente políticas inhumanas. Pero las políticas antiinmigrantes despiertan reflejos pavlovianos entre los racistas.
En un artículo de julio de 2015 sobre los comentarios discriminatorios de Trump, escribí: “La discriminación y el odio insensato por el color de la piel y por el origen étnico siguen lacerando el tejido social norteamericano. Y esto sí es grave, porque la profundización de las divisiones suele desembocar en actos de violencia”. Es precisamente lo que acaba de ocurrir en Gilroy y en El Paso.