Por David Torres
Los7Días.com
Conforme avanza el espectáculo político estadounidense por retener o arrebatar la Casa Blanca en 2020, el tema del racismo serpentea ya en todos los ámbitos de la vida nacional.
No es gratuito que su uso como arma electoral haya emanado de la propia institución presidencial, pues en 2015-2016 probó su eficacia en un momento en que atacar a minorías de color se convirtió en la fórmula perfecta para despertar y alentar la actitud xenófoba y antiinmigrante entre ciertos sectores de la población, sobre todo aquellos con ideas y actitudes supremacistas, que en gran medida llevaron al actual mandatario a ganar la elección.
De hecho, han sido bastante frecuentes en estos poco más de tres años los ataques violentos a todo lo que parezca relacionado con los inmigrantes, especialmente al idioma español y sus hablantes, con los consecuentes insultos mediante gritos de “¡vete de Estados Unidos!”, “¡regresa a tu país!”, aunque la víctima sea, paradójicamente, estadounidense, pero no blanca.
Encuesta reveladora
De hecho, la más reciente encuesta de la Universidad de Quinnipiac revela que el 55% de hispanos residentes en Estados Unidos considera racista al actual presidente, frente al 44% que dice lo contrario, contrastando al mismo tiempo con el resto de la población estadounidense que, en efecto, considera en un 51% racista al mandatario frente al 45% que opina que no lo es. Mientras tanto, el segmento de la población afroamericana piensa en un 80% que quien preside la Casa Blanca es, en efecto, segregacionista.
Pero como si el país no hubiese cambiado —como si la mayoría no se hubiera percatado ya de que por el camino del racismo la historia de esta nación pierde más de lo que ha ganado—, los estrategas, asesores y el propio jefe del Poder Ejecutivo han decidido seguir por esa misma vía, seguramente confiados en que su sola base les podría garantizar otros cuatro años en el poder.
Basta, sin embargo, revisar los resultados de las elecciones intermedias de 2018, tras las que candidatos que usaron la retórica antiinmigrante y racista perdieron irremediablemente, para darse cuenta de lo fallido y anacrónico que resulta atacar a minorías para ganar votos. En todo caso, lo único que lograron fue el desprestigio político para siempre.
Y tan seguros están de que la estrategia racial les rendirá frutos nuevamente, que han establecido una especie de juego de espejos en el que a pesar de las evidentes referencias en su retórica, mantienen luego que no hay tal asomo de racismo en sus palabras.
“Soy la persona menos racista del mundo”, ha sido la frase que resume la orwelliana estrategia de Trump: mentira-verdad, o “2+2=5”.
Colección de oprobios
Pero, por ejemplo, mandar de “regreso” a sus países a cuatro mujeres congresistas, tres de las cuales son estadounidenses y otra naturalizada, o asegurar que una ciudad como Baltimore está “infestada de ratas” y que “ningún ser humano quisiera vivir ahí” — a sabiendas de que, según datos del Censo, más del 50% de sus habitantes son afroamericanos y poco más del 35% son blancos—, no ha sido otra cosa que una actitud primitiva de alguien que no ha entendido que el escrutinio a los servidores públicos, como él, es además de una práctica democrática, una obligación y un derecho de la población y de sus representantes.
De este modo, Omar, Tlaib, Ocasio, Pressley y Cummings han pasado a formar parte de la colección de oprobios de un mandatario decididamente incómodo para una democracia como la estadounidense.
Los anteriores son solamente los más recientes casos de toda una gama de reacciones con referencias raciales por parte del actual presidente, que a lo largo de su gestión no ha dejado un solo grupo minoritario sin atacar, considerando en contraste que entre los supremacistas “hay gente muy buena”, tal como lo mencionó en 2017 tras los incidentes en Charlottesville. La máscara se le cayó por completo en ese momento.
Es seguro que esto no quede ahí y que en las próximas semanas y meses surjan nuevas controversias con tintes raciales que alimenten el furor antiinmigrante de esos sectores que se sienten cómodos con los ataques a minorías y amparados por la retórica xenófoba presidencial.
Pero también es seguro que dicho discurso oficial encuentre oposición no solamente política, sino sociocultural por parte de un país que enfrenta otra vez una prueba de fuego histórica en la que no precisamente se pone en juego la Casa Blanca en el corto plazo, sino el futuro de una sociedad consciente de que no es posible conformarse con la imagen de un país derrotado por el racismo.
En esa ambivalencia se debate la democracia estadounidense en la actualidad, sin que hasta el momento haya indicios serios por detener esa vorágine de ataques raciales desde el poder que solo minan los históricos esfuerzos de una nación que tuvo en la lucha por los derechos civiles un mejor momento.