Por Manuel Ballagas
Los7Días.com
Estaba seguro de que algún día me iba a acordar de esa novela. La leí en 1994, de un tirón, a poco de publicarse. Algún día, me dije, todo lo que se relataba en ese libro podría ser verdad. Los indicios se echaban de ver prácticamente por todas partes.
El periódico en que trabajaba, y hasta el país entero, se hallaban todavía crispados en aquella época por los extenuantes debates en torno al acoso sexual que había suscitado la confirmación de Clarence Thomas como juez de la Corte Suprema.
Noticia escandalosa
Apenas un año antes también, el caso de una mujer que había cortado el pene a su marido acaparaba los titulares. Grupos de mujeres hacían fila en la cafetería de nuestro diario para denunciar hostigamientos que, en el fragor de estos acontecimientos, empezaban a evocar.
Se hablaba a toda hora de Anita Hill y Lorena Bobbitt. Mi jefa en ese entonces me preguntó muy seriamente si no me daba miedo quedarme dormido al lado de mi esposa. Le contesté cortésmente que no.
¿Quién iba a decir que casi un cuarto de siglo después estaríamos desempolvando esos viejos nombres, mezclándolos con otros nuevos, y rumiando los mismos temas de antaño? Es como si viviéramos en otra película más divertida: De vuelta al futuro.
La novela Disclosure provocó en su momento revuelo en los círculos feministas, que enseguida la tildaron de muestrario de la “paranoia patriarcal”; pero su autor, Michael Crichton, negó que su obra buscara denigrar a quienes denuncian legítimamente el acoso sexual.
El libro, en esencia, trata de un caso de hostigamiento sexual en una empresa informática, donde al final se descubre que la acusación contra el protagonista es un velado pretexto para sacarle de en medio y facilitar la venta de la compañía a ciertos intereses.
Crichton advirtió que su novela señalaba, sobre todo, el peligro de que el tema del hostigamiento se convirtiera en un arma de las guerras que se libran a menudo por el poder en el ámbito empresarial. Su libro no hacía más que poner el dedo en esa potencial llaga, dijo.
Pero la llaga parece haber hecho metástasis ahora en el tejido de nuestra democracia. Y así, vimos el año pasado como una denuncia de agresión sexual casi descarrila el nombramiento de un juez a la Corte Suprema, de la misma manera que una acusación de violación podría volverse mañana un impedimento para la reelección del presidente Donald Trump.
En ambos casos se trata de hechos supuestamente ocurridos hace décadas, y de los cuales las presuntas víctimas dicen guardar poca memoria. En la escandalosa pesquisa sobre el juez Brett Kavanaugh, la acusadora no pudo recordar incluso dónde ni cuándo ocurrieron los hechos. Aun así, le tocó atestiguar ante el Senado.
Maniobras políticas
Es posible que sólo estemos en presencia de maniobras políticas, algo de esperar en el umbral de un año electoral; pero cabe poca duda de que los factores de poder han clavado firmemente sus garras en el tema del acoso.
Los principales perderdores podrían ser los acusados y víctimas. Convertidos en instrumentos de encarnizadas batallas burocráticas, no hallan, ni unos ni otras, remedio a sus agravios, y mucho menos justicia.
Cuánta razón tuvo Crichton.
Poco a poco hemos abandonado nuestro arraigado apego a las leyes, para ir a postrarnos ante el altar de la corrección política y la ideología identitaria, con nefastas consecuencias. La hipocresía carcome a nuestras instituciones, con su secuela de desorden, inequidades y doble moral. Vivimos en la época del #metoo pero también en la era de Cincuenta sombras de Grey.