Por Emilio J. Sánchez
Los7Días.com
En la madrugada del 26 de abril de 1986 se produjo en Chernóbil, República Socialista Soviética de Ucrania, la catástrofe nuclear más grande de la historia
Acabo de ver la serie Chernobyl, producida por HBO, Sky UK y BBC. Sigo impresionado por la sobriedad, el apego a los hechos y la reconstrucción del ambiente físico y sociopsicológico de entonces. Uno agradece el recordatorio del peligro de una tecnología sin control, al igual que de las nefastas consecuencias de ahogar la verdad.
Cada episodio hizo que rememorara cómo viví ese acontecimiento y me ha impulsado a escribir, treinta años después, sobre este.
A mediados de 1986 me encontraba preparando mi viaje a Kiev, Ucrania, donde realizaba estudios de doctorado. Aquella sería mi última estancia allí y, según lo estipulado, se extendería por seis meses. A fin de regresar antes de que arreciara el invierno, había marcado la primera quincena de mayo como momento probable de la partida. Pero, al conocer la noticia del “accidente” —así lo calificó la prensa soviética–, puse en suspenso mis planes hasta que se aclarara un poco más la situación.
El desfile del primero de mayo a lo largo de la bella Avenida Khreshchatyk, en el centro de Kiev, reunió a miles de personas que desfilaron con banderas y consignas alabando las “bondades del socialismo” y el “papel de vanguardia de la clase obrera”. Al ver los rostros risueños de los niños y las sincronizadas coreografías de deportistas, mis dudas desaparecieron por completo: al parecer, no había peligro alguno y, si había existido, era evidente que ya estaba totalmente bajo control. Así que decidí seguir adelante y viajar cuanto antes.
Pasaje a Kiev
Al llegar a Moscú, el funcionario del Ministerio de Educación Superior de Cuba me recibió con la cordialidad de siempre. El incidente no parecía inquietarle, al menos, no por allá y, como en otras ocasiones, se encargó de facilitarme el pasaje en tren hasta Kiev, que sería el día siguiente.
Una vez en la estación de ferrocarril (Kievsky Vakzal) me llamó la atención que estuviera prácticamente vacía. De hecho, solamente un par de pasajeros subieron a mi vagón. El viaje nocturno, de alrededor de 14 horas, se desarrolló con una tranquilidad inusual y dormí plácidamente.
Ya en Kiev y con el equipaje en el andén comprobé que, en efecto, éramos muy pocos los pasajeros provenientes de Moscú. Los altoparlantes pasaban el himno de bienvenida de siempre, pero la estación estaba inusualmente repleta de personas. Pregunté y me dijeron que todos ellos esperaban salir de la ciudad. Eso me llenó de inquietud.
Cuando llegué al edificio donde se hospedaban mis colegas no pude evitar que bromearan a mi costa: “¡¿Pero cómo?! ¡Todos se van y tú llegas!”. Seriozha, un amigo soviético del lugar, me comentó que la gente pagaba miles de rublos por los boletos de tren. Días después también él se marchó.
En fin, no había remedio: estaba allí y ya no podía volver atrás. Me resigné ante lo inevitable y traté de pensar que quizá no era tan grave la situación. No lo sabía, pero había ido a parar directamente al lugar más peligroso del mundo.
Kiev, conocida como la Ciudad Verde por la abundancia de parques, bosquecillos y jardines, relumbraba en plena primavera. Las embarcaciones de turismo navegaban alegremente por el río Dniéper. Todo funcionaba aparentemente con normalidad: mercado, tiendas, restaurantes, bibliotecas, teatros y transporte. La gente salía a la calle a ocuparse de lo suyo. La capital de Ucrania parecía ajena a lo que sucedía a tan solo 68 millas de allí (más o menos la distancia entre Miami y West Palm Beach).
Ambiente extraño
Sin embargo, encontré un ambiente extraño en la Universidad Estatal Taras Shevchenko: se veían muy pocos estudiantes por los pasillos. Los profesores no comentaban el asunto. Había mucha incertidumbre, pero muy pronto la sustituiría algo peor.
Fue la intervención por la televisión del ministro de Salud de Ucrania lo que disparó las alarmas. Las mías y las de los demás. He olvidado el nombre del apparatchik, pero no sus palabras:
“Las autoridades han tomado cartas en el asunto y les aseguro que todo está bajo control. De todos modos, recomiendo que pongan en práctica las siguientes medidas: no salir al aire libre, si no es estrictamente necesario; guardar fuera de casa la ropa y calzado que utilicen en esas salidas; no consumir leche, derivados lácteos, carne fresca ni vegetales”. Su recomendación final fue tan insólita como sospechosa: “Bañarse todos los días y luego de regresar de la calle”.
En realidad, hubo lluvias radiactivas sobre varios países europeos, pero Ucrania y Bielorrusia recibieron la mayor parte. Era como para justificar un éxodo masivo. Muchos años después supimos que, en cierto momento, incluso se habló de evacuar Kiev.
Después de aquella comparecencia pensé que aquello era verdaderamente serio. De cualquier modo, era imposible dejar de salir del sitio donde me alojaba y mucho menos sobrevivir a base de kasha y enlatados.
Por aquella época se encontraban en la Unión Soviética cientos de miles de estudiantes de todo el orbe cursando carreras y posgrados en áreas científicas, técnicas y de humanidades. Kiev, la tercera ciudad en importancia del país, con 2.5 millones de habitantes, no era excepción. Varias universidades y centros tecnológicos acogían a jóvenes de países socialistas (los menos), asiáticos, africanos, árabes y latinoamericanos. En el caso de los cubanos se contaban por miles.
Cuba no evacuó a sus estudiantes
A los pocos días de la explosión, todos los estudiantes extranjeros abandonaron la ciudad, reclamados, como era de esperar, por sus familias o los gobiernos de sus países. Todos menos los cubanos. Las autoridades de la isla los podían haber evacuado aprovechando el período de vacaciones. No lo hicieron, tal como explicaron, como “muestra de la solidaridad con los hermanos soviéticos” y para no prestarse así a una “campaña de propaganda contra la URSS”. Conocí dos casos que pudieron marcharse: una estudiante embarazada y la esposa de un alto militar.
La vida siguió normalmente, aunque no tanto para mí. Una noche en la que regresaba de una cita con el profesor-tutor, quien me había invitado a cenar en su casa, me despeñé en la oscuridad por un agujero sin protección y sufrí la fractura de un tobillo. Eso me obligó a permanecer en reposo por bastante tiempo y sin salir del cuarto, lo cual, a la postre, debe de haberme ahorrado unos cuantos rems (o roentgen, la medida de la ionización producida por una radiación).
Seguía las noticias a través de Radio Exterior de España. La información acerca del cálculo de muertes por cáncer en el futuro —podía llegar, se decía, a 60 mil en las próximas décadas—, me dejaba muy preocupado, aunque con las manos atadas.
A fines de agosto empezaron a regresar los estudiantes y la universidad volvió a recuperar su ritmo normal. Logré adelantar la defensa de la tesis y por ello recibí un premio en metálico por terminar antes de lo programado; una parte lo doné a un fondo que se creó para Chernóbil.
A principios de octubre ya estaba felizmente de regreso. El título no me proporcionaba tanta alegría como respirar el aire tropical, libre de isótopos radiactivos de cesio, estroncio y yodo. Curiosamente, ni al salir de Moscú ni al llegar a La Habana recibí ninguna indicación sobre exámenes médicos. Parecía que no había sucedido nada.
Pasó el tiempo. A fines de 1987 mi esposa salió embarazada.
La idea de que mi estancia en Kiev pudiera afectar al feto nos quitó el sueño. Así que decidimos visitar el Instituto de Medicina Nuclear de La Habana.
Planta nuclear
Desde 1982 Cuba estaba construyendo la planta nuclear de Juraguá, en Cienfuegos, en el centro de la isla. Al frente del proyecto se encontraba Fidel Castro Díaz-Balart, quien dirigía el Instituto Superior de Ciencias y Tecnología Nucleares de La Habana y la Comisión de la Energía Atómica. El Instituto de Medicina atesoraba lo más avanzado en equipos y contaba con médicos eminentes en una especialidad totalmente nueva en el mundo.
Me atendieron con amabilidad y curiosidad científica. Según supe, habían pasado por allí unas pocas personas que habían estado en Ucrania, pero no había nada parecido a un plan para estudiar los efectos de la radiación entre los miles de estudiantes que permanecían allá.
Los resultados de varios exámenes indicaban que estaba saludable, pese a que, efectivamente, había una ligera presencia de rems por encima de lo normal. “Entonces —pregunté— ¿no habrá problema con la criatura?”. El médico principal fue condescendiente y cuidadoso en su respuesta. “No lo creo, pero nunca se sabe con seguridad. Este tipo de accidente no tiene precedentes. O sea, no hay historia de efectos a mediano o largo plazo”. Y continuó: “Habrá que esperar muchos años para saber cómo se manifiesta la incidencia de enfermedades. Además, puede que los efectos se evidencien no ahora, sino que aparezcan varias generaciones adelante. En realidad, no sabemos nada”.
Mi esposa insistió: “¿Pero la criatura puede nacer con problemas?”.
“Miren —dijo el médico—, eso sería muy raro. Así que váyanse tranquilos”.
Desde luego, la duda no nos abandonó hasta que ocurrió el parto, el 4 de julio de 1988. Afortunadamente, Laura —quien hoy está punto de graduarse como médico— pesó casi siete libras y no le faltaba ni sobraba nada. Durante el embarazo, el Instituto de Medicina Nuclear jamás indagó nada. Era como si nunca hubiéramos estado allí.
Lo sucedido en la Central Nuclear Vladimir I. Lenin fue resultado de la combinación de dos factores: tecnología deficiente y error humano.
Silenciar lo ocurrido
La decisión del gobierno soviético de silenciar lo ocurrido, poniendo en peligro la vida de sus ciudadanos y la de las poblaciones europeas, ahondó la tragedia. Si, semanas después, el propio secretario general del Comité Central del Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, admitió el hecho fue porque ya Suecia había detectado la nube radiactiva y Radio Europa Libre y Radio Libertad —emisoras de EE.UU. dirigidas a los países socialistas— habían divulgado la noticia.
La probabilidad de que ocurran catástrofes similares resulta muy alta dentro de regímenes totalitarios, autoritarios y dictaduras, sobre todo porque el poder se ejerce sin contrapesos, rendición de cuentas ni escrutinio. La falta de libertad de prensa y de expresión, y la acción del aparato represivo, garantizan total impunidad.
Aquel no fue el primer desastre. Ya en 1957, en una planta secreta de reprocesamiento de combustible nuclear, cerca de Kyshtym, en los montes Urales, otra explosión había producido una nube radioactiva que afectó a miles de personas. Esto no trascendió hasta muy recientemente.
La excepcionalidad de Chernóbil —la explosión lanzó a la atmósfera nada menos que el equivalente a 500 bombas de Hiroshima— no puede esconder el hecho de que los países llamados socialistas llenan un abultado expediente sobre daños ecológicos de diversa magnitud.
Por solo citar el caso de Cuba, repárese, por ejemplo, en la salinización de los suelos en la provincia de Matanzas, Ciego de Ávila y La Habana como resultado del regadío intensivo; la deforestación de zonas boscosas de Oriente a Occidente y sus terribles efectos en la flora y fauna; y la destrucción del hábitat marino por la construcción de pedraplenes (viaductos sobre el mar) en la costa Norte.
No solo es el perjuicio irreparable, sino el secretismo, que impide su debate en la prensa, reuniones políticas o foros científicos. El silencio frente a todo lo que desdore o afee la imagen del “Paraíso de los Trabajadores” deviene una macabra regularidad.
Tres décadas después
Han pasado tres décadas y poco se ha escrito sobre la reacción del gobierno cubano ante el desastre de Chernóbil, salvo lo concerniente al tan elogiado programa que, desde 1990, atendió en el Hospital Pediátrico de Tarará, cerca de La Habana, a más de 20 mil niños, adolescentes y adultos, sobre todo de Ucrania y Bielorrusia, afectados por las radiaciones.
Dejando a un lado el filo propagandístico con el que se ha utilizado la Medicina, nadie dejaría de aplaudir la obra humanitaria de médicos y personal de salud. Sin embargo, no dejo de preguntarme por qué tamaña muestra de amor y altruismo no se derramó del mismo modo sobre los miles de coterráneos que me acompañaron en Kiev durante la primavera y el verano de 1986 y continuaron allí por largos meses.
Es cierto que, con los años, los científicos han rebajado la peligrosidad de los efectos a largo plazo entre aquellas personas sometidas a los más altos niveles de radiación. Asimismo, concluyeron que la mayor parte de la población recibió dosis relativamente bajas. Pero esto se ignoraba en 1986: los muchachos que se hallaban en Kiev, ¿acaso no hubieran merecido, como mínimo, examen y seguimiento médico?
Seguramente primaron las mismas razones por las cuales el gobierno cubano se abstuvo de sacarlos de allí inmediatamente, como debió ocurrir. ¿O tal vez no quiso levantar temores ante la posibilidad de un percance parecido en la planta de Juraguá?
Trato de imaginar qué sentirán y pensarán esos individuos cuándo vean la serie televisiva en Miami o la isla. Seguramente entenderán, por fin, el terrible e injustificado peligro al que fueron expuestos.
Puede que Chernóbil quede en la memoria de otra manera.