Por Roberto Casín
Los7Días.com
Recuerdo que cuando al panda Bao Bao hizo su debut en el zoológico de Washington puso a muchos a babear de chochez. Hay que ver lo impresionable que es la gente con estos osos peludos de blanco y negro. Y da que pensar, porque si todos nuestros congéneres fuesen así de tiernos y entrañables con sus semejantes el mundo seguramente tendría otro color. Traigo a colación el asunto porque hace poco lei un interesante artículo en una National Geographic sobre el duro dilema de los parques zoológicos modernos: escoger entre mantener a los animales que los visitantes prefieren ver o salvar a los que puede que más nunca veamos.
El hecho es que, como la mitad de las especies vivientes del planeta podrían encaminarse irreversiblemente hacia le extinción en cuestión de solo ocho o nueve décadas, todo zoo que no dispone de plata suficiente se está preguntando por qué gastar los pocos recursos a su alcance en las que no están en peligro de desaparecer. En otras palabras, que llegado el caso de decidir entre qué preservar o qué exhibir, una tortuga cuenta igual que un canguro o que un bisonte. En mi época de corresponsal entre las primeras cosas que solía hacer cuando viajaba a una nueva ciudad era visitar el zoo. Les aseguro que es un remedio infalible, un purgativo eficaz, cuando por razones del oficio uno tiene que codearse con tanta gente diversa, intragable, sofisticada, especialmente los políticos.
Especies que se extinguen
Pero dejando a un lado la profilaxis social, siempre he pensado que en la empresa de proteger a los que no acostumbramos ver como nuestros semejantes, al igual que en todo, hay manos que lucran. Hombre, no paso ni de broma por alto la vocación de muchos de prolongarles la vida a las especies que se extinguen. Se sabe que las sociedades zoológicas tomaron desde hace más de un siglo un camino diferente al de los circos, aunque haya quienes no sean capaces de apreciar la diferencia porque ellos disfrutan igual lanzándole a un mono en cautiverio un banano que viéndolo hacer piruetas de saltimbanqui en una feria. El caso es que las reses no se exhiben en los parques zoológicos. Sabemos que se les descuartiza por necesidad. Pero además de haber motivos agropecuarios y costumbres dietéticas, el problema es que los tigres y las jirafas, nadie lo niega, son más exóticos y fotogénicos. Y por supuesto la gente se siente más atraída por un panda o un león que por una rana o una salamandra.
Hay muchos que dirán: y qué importa una ballena más o menos cuando en el Congo la guerra civil, que ya no es tan civil, ha cobrado en los últimos años más de cuatro millones de vidas, y en Siria, así como en otras tierras vecinas o no tan cercanas, la gente se mata desenfrenadamente. No hay que ir muy lejos. Aquí mismo en casa ocurre con los brutos enloquecidos que de cuando en cuando salen rifle o pistola en mano a consumar su matanza. Cierto es que como van las cosas en el mundo, a pocos les importa el drama ajeno. Menos, la suerte que puedan correr otros seres vivos cuando la de nosotros mismos va siendo cada vez más incierta.
La autora del artículo de marras decía que no se puede condenar la fauna silvestre al olvido y creer que los humanos estaremos librados de consecuencias, en la gloria. Es cuestión de simple lógica. Hoy no somos menos salvajes que antes. Eso no ha cambiado. Tampoco ha variado en siglos la alegría que le muestra un perro a su amo cuando le mueve el rabo, ni las insospechadas demostraciones de amor que es capaz de brindarle a su dueño un papagayo. Los que han podido disfrutarlo lo saben. Experiencias así acaban por hacerlo a uno un mejor individuo. Lo que me parece patético es que los parques zoológicos sean el único sitio donde, en vitrinas y en cautiverio, los animales estén realmente a salvo. De la extinción. Y de nosotros.