Por Roberto Casín
Los7Días.com
Confieso que no tengo afición por los poderosos. Me cuesta seguirles la rima y poder dormir a mis anchas. En cambio, sé que en muchos hogares, ciudades y países, son tan venerados como lo puede ser cualquier santo. He visto brillar esa adoración en la pupila virgen de niños y de adolescentes, y también en la descarriada mirada de adultos curtidos, como quien dice ya curados de espantos pero no de ultrajes. Los primeros en profesarles docilidad pública son por supuesto los adulones, lisonjeros y lamebotas, que se desgañitan en alabanzas a la primera mano que les enyugue el cogote.
La idolatría por los caudillos fue y sigue siendo objeto y sujeto de crónicas, epopeyas y hasta de triviales novelas; figura en memorables discursos, está esculpida en monumentos, ha dejado su huella en las lápidas de numerosos cementerios y también engrosa la letra de libros, al lado de las ciencias frías pero exactas, en el currículo de universidades y de escuelas. De la Ceca a la Meca, la encarnación del mal y el bien ha presidido la interminable sucesión histórica, por un lado de déspotas sin escrúpulos, y por el otro de conquistadores y héroes. Unos y otros tienen sólo dos cosas en común: su gran ambición y su dependencia de la adoración humana.
Desde Atenas
Desde que Atenas padeció a sus 30 tiranos, quizás no haya habido un denominador tan común a todas nuestras sociedades como el de la fatal seducción que ejercen los fuertes y poderosos. Los romanos la sufrieron desde los tiempos de Tito Larcio en manos de muchos, pasando por Sila y Calígula. En todos los confines del planeta, el desfile fue después tan largo como borrascoso. Siglos de imperios y monarquías, reyes nefastos, malvados gobernantes y tiranos de toda laya, que perduraron sembrando el terror subidos a los hombros de exaltadas muchedumbres, desde Iván el Terrible y Stalin, hasta Hitler y Castro. Todos ascendieron a la cúspide aupados por un populacho para el que el placer de la obediencia siempre pudo más que el amor propio, y la sumisión les fue más llevadera que el alto precio de la dignidad.
La veneración por los más fuertes es sin duda el mal que más ha diezmado a los humanos. Ha sido el hilo maestro de todas las guerras, imposibles de librar sin líderes a los que se sigue hasta la muerte. La fe por los ídolos y agitadores ha sido el percutor de todas las revoluciones, y del baño de sangre que acostumbra acompañarlas. Tambián ha servido de acicate a devociones malsanas, como las que suelen profesar las fieras al cabeza de manada, al que siguen y obedecen ciegamente mientras deban, aunque prestas a la menor oportunidad para echarlo y ocupar su lugar.
Culto a tiranos
El culto al líder, al todopoderoso, parece que es una de nuestras taras genéticas. Y el comunismo y otros ismos de oscura naturaleza no han hecho más que exacerbarla. Millones en el mundo siguen siendo adictos hoy a los tiranos, con aire de torcido gozo y demente simpatía. Y si son de izquierdas mejor, porque además de estar de moda tienen ese aire de pueblo que los hace ser villanos más auténticos. Así, encarcelan en nombre de la libertad, despojan a título de la justicia, y matan al abrigo del inmenso poder que los encumbra.
Lastimosamente, ese es el despiadado e impune patrón que rige en la mayoría de los países de nuestra América. Si tan sólo se tuviera claridad en que es más sensato confiarle la mision del progreso, no a individuos sino a instituciones, daríamos muestras de haber aprendido algo. Difícil, posiblemente quimérico, pero sería mejor pegar la oreja a la tierra e ignorar de una vez y por todas a los caudillos y a los iluminados.