Por Roberto Casín
Los7Días.com
Si oye decir que los vecinos no existen, no se asuste. Recuerde que para todo hay una explicación. Vivir en un piso o una casa, uno, dos o tres años, y luego mudarse a otro sitio sin llegar a saber quién era la gente del barrio es imposible en cualquier parte del mundo.
Pero aquí, en muchos barrios de Estados Unidos, no. El barrio en buen americano es una suma geográfica de viviendas capaces de encarecerse. En añadidura, el sinónimo de gente es el de habitantes de un poblado que le infunden mayor categoría mientras más altos sean sus ingresos. Las casas y los pisos son bienes raíces. y punto.
Entre los placeres hogareños de muchas familias modernas no cuenta el de ir a pedirle un favor al vecino, preguntarle si nos puede prestar un poco de sal o comentarle el más reciente partido de béisbol o discurso presidencial.
Reglas de urbanidad
A nadie que respete la reglas de urbanidad vigentes hoy día se le ocurre tocar de madrugada a la puerta del vecino para pedirle una aspirina. Para eso hay farmacias de turno. Tampoco para preguntarle, a la hora que sea, si ya fue a votar por el nuevo concejal o si se enteró del último chisme de la farándula. Eso no se hace, porque no es americano hacerlo.
Los vecinos son impersonales e intangibles. Entran y salen, vienen y van, y nadie logra verlos. Esa es la norma. A menos que tengan perros escandalosos o que con sus estridentes fiestas nos despierten a medianoche. En ese caso tampoco son vecinos. Se transforman en indeseables moradores. Y entonces son el vulgar señor de al lado o el indolente extraño que vive arriba o al doblar.
De todas maneras, se les ignore o se les desprecie, los vecinos no dejan de estar rodeados de misterio. Por lo general, nadie sabe de qué viven, cuántos hijos tienen, o a qué horas se levantan y se acuestan. Y el misterio es mutuo, porque unos y otros conviven en ajena complicidad, a menos que una mañana el vecino lo sorprenda a usted en pijama buscando el periódico a la puerta, y en tono socarrón le diga; “buenos días mi neibor, my name is Pepe, ¿y el tuyo?”
Demasiada confianza
Entonces si usted es anglosajón todo el orden urbanístico y familiar se le viene a tierra. Porque ya para entonces el vecino debe de estar al corriente de dónde trabaja y cuánto gana, a qué escuela van sus hijos, cuántos televisores tiene en la casa y qué le da de comer a sus dos perros.
De ahí no hay más que un paso a que se aparezca un domingo con un plato de arroz y frijoles, unas arepas o una paella para festejar o con un remedio casero porque se enteró de que alguien está enfermo. Y eso a los anglosajones les aterra.
Nada ni nadie está llamado a alterar el ordenamiento mental que los ha hecho tan parcos, individuales y exitosos. Ni tampoco la pulcra disciplina social con que tienen organizados los condados y ciudades. De nada vale que algunos extranjeros se atrevan a verlos aburridos.
Después de todo, su lógica les ha surtido efecto; hay limpieza, admirable orden público y, aparentemente, todo marcha bien. Que más se puede querer –dirán ellos–, el país funciona como una sola pieza, con indetenible progreso, a pesar de los vecinos.