Por Otto Rodríguez
Los7Días.com
Hace apenas unas semanas, cuando Irma azotaba el sur de Florida recibí un mensaje solidario de unos amigos británicos que viven en la fría Irlanda.
El breve texto decía algo así: “Esperamos que lo pasen lo mejor posible durante la tormenta. Menos mal que en Miami las casas no son fundamentalmente de madera, como acá”. Hace unos días, cuando Ophelia amenazaba Irlanda me tocó devolver el mensaje solidario, aunque me aseguré de no mencionar lo de las construcciones allá.
¿Pero cómo, un huracán camino a Irlanda? Bienvenidos a la segunda década del siglo XXI, en la que el cambio climático ha echado por tierra todos los preceptos del estado del tiempo.
Pocos días antes de llegar a los fríos mares de esa nación del norte de Europa como un fenómeno extratropical, Ophelia era un potente huracán de categoría 3 y el primero de su tipo en llegar tan lejos al este en el Atlántico. Por primera vez en su historia, Irlanda debió declarar una alerta de clima severo que cubría todo el país.
Efecto nocivo
En medio de esos truenos, un programa especializado de la Organización Mundial de Meteorología (WMO, por sus siglas en inglés) anunció hace unos días que la concentración en la atmósfera terrestre de dióxido de carbono ha alcanzado el nivel más alto de los últimos tres millones de años.
Para dar una idea menos complicada del asunto, la cantidad de dióxido de carbono es hoy un 145 por ciento más alta que durante los años previos a la revolución industrial por allá por el 1750, el tiempo en que comenzaron a rodar las primeras locomotoras.
Es sabido que los océanos y bosques actúan como limpiadores naturales del planeta, pero cada vez más queda claro que estamos llenando el cesto de basura a un ritmo casi irreversible.
Si las recientes tormentas que devastaron regiones vecinas, los fríos números de la WMO y las cálidas razones de un huracán enfilando hacia Irlanda no ayudan a sonar con más estruendo las alarmas en las casas presidenciales y los parlamentos de nuestro planeta, no sé qué podrá lograrlo.
Añadir el “raro” año 2017 al constante e irrefutable desangre de los glaciares, y otros fenómenos atmosféricos de los últimos tiempos, trae como resultado la alarmante realidad de que hemos puesto el planeta al borde de una catástrofe.
Es cierto que últimamente algunos países cruciales en el tema ecológico han dado pasos pálidos para tratar de enfrentar esa situación. China anda enfrascada en cerrar temporalmente poco menos de la mitad de todas sus fábricas y otras decenas de miles de ellas han recibido severas multas por violaciones medio ambientales.
Ideas novedosas
Otros ejemplos son el de Oxford, en Gran Bretaña, que apunta a convertirse en la primera ciudad libre de emisiones de carbono en el año 2035, y el de Holanda, que planea eliminar totalmente la explotación y utilización de la hulla antes de que finalice la próxima década.
Entre los países que desarrollan ambiciosos proyectos de energía renovable figura Australia, que está finiquitando la primera termoeléctrica solar del planeta.
En medio de este panorama, el gran ausente de los esfuerzos ecológicos es la actual administración estadounidense, quien anunció en junio pasado que Estados Unidos se retiraría del Acuerdo de París, que aunque no perfecto, es uno de los tratados globales de mayor alcance en lo que se refiere a la protección del medio ambiente.
Mucho antes de esa decisión, durante su campaña, el presidente Trump dijo que el Acuerdo de París ponía en peligro la economía de Estados Unidos y como parte de su agenda de “América Primero”, había que descartarlo.
Ya como mandatario, Trump ha tenido que ir a Houston, después de Harvey; a Florida, luego de Irma, y a Puerto Rico, tras María. Y como una cosa es agitar, y otra gobernar, sería bueno que los rayos y centellas del irrefutable cambio climático iluminen los salones de la Casa Blanca para que Estados Unidos no quede como un paria universal.