Por Andrés Hernández Alende
Los7Días.com
Ocurrió en el aeropuerto de Managua, cuando regresaba a Miami tras un viaje hace unos meses. Fue después que pasamos el control de seguridad. Por lo tanto, la persona que se llevó mi teléfono móvil no era un intruso proveniente de la calle, un ratero que se coló en el aeropuerto. Fue un viajero, alguien que iba o venía, un individuo con medios para pagar un boleto de aerolínea, un pasajero que podría estar al lado de usted en el avión.
¿Cómo pasó? No lo sé exactamente. Yo estaba sentado frente a un quiosco de venta de libros y souvenirs, cerca de la puerta para entrar al avión, tomándome un café mientras esperaba para subir a bordo. Tenía el celular en el bolsillo del pantalón y lo puse en el asiento para no sentarme encima del teléfono. Cuando llamaron para subir al avión, recogí mis cosas de prisa y creo que entonces dejé el teléfono en el asiento.
Enojo y frustración
Cuando estaba a punto de entrar en el avión, advertí con alarma que había perdido el celular. Un guardia me acompañó hasta el sitio donde estaba tomándome el café frente a la tienda mientras mi familia esperaba en la puerta de la aeronave. Nada. El teléfono había desaparecido. Con angustia revisé los asientos, pregunté a las vendedoras del quiosco, fui hasta el lugar donde había comprado el café, por si acaso, y pregunté a los empleados. Nadie había visto nada.
Regresé al avión con una mezcla de enojo y frustración, mientras mi familia llamaba a mi número por si ocurría un milagro, por si alguien había tomado el teléfono por confusión y estaba dispuesto a devolverlo, o por si sonaba un timbre cercano y descubríamos al ladrón. No ocurrió nada de eso. La seguridad del aeropuerto tampoco tenía el teléfono entre los objetos perdidos. Resignado, me hundí en el asiento y contemplé las casas de Managua, el lago Xolotlán y el volcán Momotombo mientras el avión alzaba el vuelo rumbo a la Florida.
En Miami reporté enseguida la pérdida a la compañía telefónica y adquirí un nuevo móvil. Por suerte, no guardo información confidencial en el teléfono, y las fotos las había copiado en mi laptop, de manera que la pérdida no fue catastrófica.
Incidente menor
Pero de todos modos me quedó la molestia de haber perdido el teléfono que siempre llevaba a todas partes. El móvil se ha convertido en una parte inseparable de nuestras vidas, como una extensión de nuestro cuerpo y de nuestros sentidos. No me enojó tanto la pérdida material, sino la invasión de mi intimidad, el despojo de un elemento importante de mi vida cotidiana.
Sé también que mientras vivamos en una sociedad regida por el dinero y marcada por la desigualdad y los abruptos contrastes sociales, habrá robos. Y estafas. Y corrupción. Rateros vulgares y ladrones de cuello blanco, no menos vulgares en su desparpajo.
En realidad, ya se me pasó el enojo. En comparación con los paisajes fabulosos que vi en Nicaragua, el robo fue un incidente menor. No va a reducir ni un ápice la sensación de maravilla que experimenté al contemplar la Laguna de Apoyo desde el Mirador de Catarina, la isla de Ometepe desde las orillas del lago Cocibolca, en Granada, o el océano Pacífico desde el cerro de San Juan del Sur donde se alza la estatua de Cristo.
Lugares a los que volveré en cuanto pueda, aunque tomando precauciones para que no me vuelvan a robar el celular.
