Por Roberto Casín
Los7Días.com
Yo tengo un amigo al que la fama le transformó el rostro. Pero no sólo se hizo la cirugía plástica, se tiñó las canas, se divorció de la mujer que tenía y se buscó una 25 años más joven, sino que además perdió la memoria, se quedó sin sus viejos amigos y más nunca reconoció a sus vecinos de toda la vida. Ahora le faltan afectos y le sobran aduladores.
También conozco a uno que, en cambio, no se tiñó las canas. La fama lo que hizo fue multiplicarle las pequeñeces, le redujo al mínimo todo lo servible, por fuera y por dentro. Así de sopetón, un día se vio en pantalla y a partir de ahí las cámaras de televisión le obesionaron. Desde entonces vive convencido de que sus televidentes lo adoran, y no lo dudo. Su desvarío está en pensar que lo admiran multitudes, ejércitos de fieles encantados por sus dones, cuando en verdad sólo enciende la televisión para verlo una maltrecha tropa de amas de casa sin otra ocupación que la de matar el tiempo oyendo sandeces.
Eso pasa con algunos. De lo que ninguno se salva es de que la fama les vire al revés los gustos y la economía; de picadillo a caviar, de Chevrolet a Mercedes, y de sidra a Dom Perignon, trajes de Brioni, zapatos de Berluti, la ensalada de marcas llega a ser adictiva…en fin. Los gastos, que antes sólo se ceñian a la subsistencia, sufren de repente un reventón de extravagancias.
Causas públicas
A unos –afortunadamente- les da por desatar el benefactor que llevan dentro y presumen de dadivosos, adoptan a racimos de huérfanos o donan su fisonomía para promover causas públicas. A otros, sin embargo, se les suben los humos a la silla turca, y si no fuera por el empujón de publicidad que a diario les da la prensa ya andarian repartiendo estampitas con su fotografía por parques e iglesias.
Hay quien opina que en las mujeres el asunto es peor, que pasan de Blanca Nieves a brujas sin transiciones, desde la primera sonrisa. Nada, que la fama es como un virus para el que no hay remedio. Solamente los que vienen inmunes de cuna se salvan, porque con el quilate de espíritu se nace. Está comprobado que se viene al mundo de princesa o arpía, de caballero o villano, y sus derivaciones claro está, con diminutivos y superlativos.
En el fondo los famosos son personas muy solitarias, porque eso de tener que verse rodeados de admiradores para sentirse importantes es de cualquier manera lastimoso. Pero no hay por qué pensar que todos son ceros a la izquierda sólo con dinero y colorete. Algunos han dejado, en la política, huellas durables. Ronald Reagan, mediocre actor, político de antología, tiene el uno en la lista. Bill Clinton fue un mal saxofonista, pero ya ven, tenía mañas, y dotes presidenciables para la trápala.
Reyes del dinero
Las ostentaciones de que es capaz la gente cuando se siente tocada por la fama son a veces insospechadas. En el mundo del arte y los negocios es donde hay más excéntricos de colección. Nadie le quita el cetro al Rey del Pop, el multicolor, polimorfo, polifacético e inatrapable Michael. Ni qué decir del inefable míster trompeta, un Donald de lustrosa cabellera y sonrisa Kodak que después de hacer cientos de millones en bienes y males raíces tuvo su época como pitoniso de la fortuna vendiendo libros con la fórmula de cómo hacerse rico.
No está mal que viajen en aviones y en trenes-hoteles propios. Si además quieren desembolsar decenas de millones para comprarse una isla o un submarino particular, que lo hagan. Lo que no me parece bien es que a pesar del ridiculo, la frivolidad y la bulla de opereta que los distingue, el común de la gente les rinda idolatría. Y que encima de eso, además, los envidie.
No es fortuito que los marcados por la fama hayan estado, estén y sigan estando en las portadas de las revistas, y en los estelares de la televisión, que les fabrican la imagen pública para después vivir de ella. Fueron, son y serán el prototipo de muchos que a falta de lustre propio, añoran el ajeno. Y mientras más dinero donen para causas políticas y sociales más los tendrán los gobiernos y el vulgo en la gloria. Qué se va a hacer. Por desgracia, la fama no tiene cura.