Por Roberto Casín
Los7Días.com
Cada vez que dan una de sus funciones –lo que ocurre muy a menudo– me acuerdo de Pancho, el tiracuchillos del circo que todos los años llegada la temporada de feria se paseaba bajo la carpa con seis sacabuches a la cintura, cara de pirata y pose de buscapleitos. Los volantes que daban publicidad al espectáculo lo presentaban de manera escueta pero aparatosa. Una foto suya cortada a tijera sobre una esquela en letras grandes y en rojo servía de anzuelo a los curiosos: Pancho sólo hay uno, donde pone el ojo pone el cuchillo.
Aparte de los monos amaestrados, la mujer barbuda, los conejos del mago y una gorda trapecista, Pancho era el alma del show. Y tan impresionante era su habilidad blandiendo los aceros, como ensordecedores sus bramidos de guerra mientras, boquiabierta, la multitud lo veía ensartar los seis aros que los tarugos del circo tiraban de una vez al aire y que terminaban clavados uno junto a otro, en perfecta simetría, sobre una mugrienta y agujereada diana.
Nunca se enfrentó con sus armas a ningún enemigo –como tampoco lo han hecho quienes en verdad me inspiraron a escribir esta columna. Pancho jamás descueró con sus armas ni siquiera un conejo. Tampoco mondó una papa porque temía cortarse. Es más, cuando terminaba la función guardaba los sacabuches en un viejo cajón de madera y se iba a paso lento y mansamente hasta su casa donde, según las malas lenguas, su mujer lo esperaba detrás de la puerta para quitarle el dinero.
Aplaudiendo a ídolos
Pero hasta ahí todo estaba bien. Su delirante público lo aclamaba. Los niños y adolescentes lo adoraban como se admira a un personaje de historietas, y a falta de mayores fantasías y mejores pasatiempos a los adultos Pancho les evocaba las hazañas de un Robin Hood. Nuestro paladín de circo no usaba gorro, ni arco ni saetas, pero en eso de arrastrar muchedumbres en cada matiné era todo un campeón.
Por eso cuando veo las mismas multitudes, desde tontos hasta doctores, aplaudir exaltadamente y colmar de laureles a otros ídolos me acuerdo de Pancho. No por nostalgia del pobretón que se robaba la simpatía del barrio tirando cuchillos, sino por el desprecio que me causan los malandrines con lustre de patriotas que en vez de anillos ensartan países.
En un siglo que ha empezado tan agónicamente, y en tiempos en que vale más el espectáculo que la integridad, sobran ya los gobernantes que se llenan la boca para hablar de soberanía después de concederse ellos mismos todo el poder de los soberanos, y que dicen defender la independencia de sus naciones sujetando con grilletes la de sus ciudadanos.
Qué ingenuidad la de pensar que los circos seguirían siendo sólo de barrio y de época, que levantarían sus carpas en la esquinas más pobres de la ciudades o en las más públicas nada más llegado el invierno. Quién iba a imaginar que este mundo nuestro tan disparatado sus funciones serían permanentes. Que los espectadores no tendrían que comprar entrada para codearse con payasos, trapecistas y estar en primera fila. Que el circo lo tendríamos delante no más abrir la puerta de la calle, leer las noticias o ver la tele.
Negocio perverso
Así de simple los tiracuchillos han cruzado su oficio con el de otra suerte de volatineros que hoy viven del perverso negocio de usar los artificios de circo para ganar adeptos en la política y en la vida social, con brutal desprecio por el decoro.
No me queda claro hasta cuándo la demagogia y el desparpajo seguirán ayudándoles. Estén donde estén. En Nicaragua, ufanándose de hermandad con Tirofijo, uno de los bandoleros más perseguidos del planeta, o en Ecuador, izando banderas de guerra porque un ejército extranjero entró a su territorio persiguiendo a guerrilleros, forajidos al fin pero de su simpatía.
¿Hasta cuándo? Es la pregunta que también muchos se hacen en Cuba y en Venezuela. El primero, con un gobierno que es distinguido mentor de numerosísimas causas sucias ya conocidas, y otras no menos torcidas pero por saber; y el segundo, su gemelo, que dilapida a diestra y siniestra el dinero de los venezolanos para fraguar rebeliones, descalabros hemisféricos e insomnios mundiales. Y que conste, que no están todos los que son.
Tal vez sea mucho pedir. Pero que menos que se los lleve un viento de agua. Para que no haya más tiracuchillos medrando como patriotas de matiné.