Por Roberto Casín
Los7Días.com
Todavía recuerdo los ojos color azafrán de Lucila, luminosos como un destello de cuarzo. El flamante conductor de noticias del canal la presentó con su torpeza habitual. No pasó por alto que la niña de 13 años era para su edad un portento tocando el violín. Hubiera sido el colmo, porque ese era el leitmotiv de aquel maravilloso reportaje. Pero destripó todo lo demás; con adjetivos huecos y palabrería lacrimosa malogró cada atributo que, con buen tino y dominio del idioma, el escritor del libreto había conseguido resaltar en la niña prodigio: desde la primera emoción que sintió sobre los escenarios hasta el hecho fortuito que la hizo violinista.
Incidentes como ese no son extraños en el mundillo de nuestra televisión moderna. Es otro de sus males. Y aunque todavía quedan conductores que salvan de cierta manera la honrilla con su probada profesionalidad, hay muchos otros que se creen ellos mismos el acontecimiento y dicen al aire casi cualquier disparate, sin que les tiemble el pulso ni la voz, al abrigo de productores ejecutivos para quienes los hechos sólo adquieren relevancia porque es ese zutano o mengano –y no otro– el que los relata. Vaya burrada.
Escritores de TV
No importa quién se rompió los dedos contra las teclas y se exprimió los sesos escribiendo los sucesos para que tuvieran agarre y sustancia. Los escritores de televisión son quizás la especie más olvidada y subestimada de ese gran zoológico que es la pequeña pantalla. Y por solidaridad con mis colegas no puedo menos que desearles que algún día se haga justicia. Y que la televisión vuelva a ser lo que en sus inicios fue: un emporio de gente corajuda, soñadora, pero también ilustrada.
La tele, sin embargo, no es la excepción. La anodina imagen de hombres y mujeres apuestos, con cabelleras de peluquería, sonrisas Colgate, poses de filmación, cerebros de garrapata, palabrería hueca y que cuando se les coge el gusto no saben a nada, es parte de esa tendencia tan generalizada de darle valor a lo que nunca lo tuvo. Es un mal de la época, en la que el culto a lo superfluo, a lo mal hecho, a lo insustancial y a la banalidad se ha ido abriendo paso con magnitud endémica.
Hay que ver que desde la gente hasta las cosas materiales han perdido excelencia. Y hasta los pantalones los fabrican rotos. Así gustan. Y cualquier tienda está más llena de bisutería que de medallas el pecho de un mariscal ruso. Una lámpara de baterías tiene hoy menos vida que la que tenía un quinqué. Y eso de comprar una licuadora o una máquina de coser para que la hereden los hijos es historia antigua. Pobres anticuarios, porque a la vuelta de un siglo no tendrán nada nuevo que coleccionar.
La durabilidad es una palabra fuera de lugar y de regla. La idea no es que las cosas duren sino que en corto tiempo haya que reemplazarlas. Tanto es así que cada vez que vas a comprar hoy un artículo eléctrico, incluso un auto, te ofrecen pagarle una garantía extendida. Ya se sabe, para perfectas sólo las hamburguesas.
Harina del peor costal
Por desgracia para todos, si de chapuzas se trata lo de las casas en que vivimos es harina del peor costal. Construidas a costo de pulguero y vendidas a precio de monumento, edificadas a merced de terremotos y al paso de tornados y huracanes, nadie ha logrado decirnos por qué se permite que las sigan haciendo tan frágiles como cáscara de huevo.
Mires por donde mires, la frase a la usanza es ”corta y clava”. Eso sí, sin nada del esmero con que el zapatero remendón del barrio hace apenas unos años nos ponía media suela y tacón, y aquel calzado raído recobraba un acabado tan perfecto como el original. El corta y clava de hoy no es para componer sino para fabricar. Es otra cosa: masificado, sin artificio, desechable, y sobre todo muy perecedero.
Qué paradoja. Según las estadísticas, la vida nos está durando más porque morimos más tarde. Pero casi todo lo que nos la hizo siempre más agradable y llevadera es cada día, en cambio, más efímero. Ese es el resultado de andar tan deprisa y habernos plegado a la mediocridad.