Por Roberto Casín
Los7Días.com
Ya nadie recuerda lo barata que fue la vida alguna vez. Está tan cara, que un salto de dos décadas atrás es casi como irse a la prehistoria. Hay quien lo justifica pensando que en todas las épocas ha habido de qué lamentarse con el dinero. O que la enjundia del hombre es tan estrecha y egoísta que nunca ha sido capaz de sufrir desgracias mayores que las propias. Ni llorar auténticamente tragedias que le sean ajenas.
Todo eso es cierto, pero no lo es menos—y de pronto es lo que más preocupa— que sigamos dando muestras de tener un mundo tan despiadadamente desordenado.
Otra vez, el barril de petróleo vale casi tanto o más que una garrafa de agua en el desierto. Otra vez, el precio de la vivienda ya no admite ponerle techo a la familia con una deuda razonable, ni certidumbre visible. Otra vez, la miseria y las dictaduras no solo diezman a los inocentes de siempre, sino a muchos más. Otra vez, retumba la guerra, pero ya no entre países con ejércitos uniformados, sino entre civilizaciones. Otra vez, oleadas de emigrantes rompen el equilibrio físico del planeta, pero no en busca de nuevos horizontes: unos huyendo del hambre, otros, de la iniquidad.
Estadistas y políticos
Me temo que esta vez no podamos echarles toda la culpa a los estadistas y políticos. Y condenarlos solo a ellos por lo que está pasando. ¡Que se equivocan? Sí, aunque casi siempre les ampara la excusa de haber errado con la venia de multitudes reverentes. De modo que puede resultar injusto o antipopular —que a veces es lo mismo— exagerarles los defectos.
En definitiva, generalizando, hay mucho que deberles. Si no fuera por los políticos, no habría himnos ni banderas, ni tuviéramos un sinfín de demarcaciones, plenipotenciarios, gobernadores, alcaldes y concejales. Tampoco habría registros de votantes. Ni colectas electorales. Hay que ser agradecidos, que sin ellos tampoco hubiéramos podido llenar de caciques tantas tribus, ni organizar y hacer funcionar con destreza mercantil la administración de tantas comarcas y ciudades. El mundo además sería mucho más aburrido sin escándalos palaciegos, y sin pompas presidenciales. De manera que méritos tienen.
El problema a todas luces no es que tengamos políticos, sino que dejemos que algunos se pasen de listos y aprovechados. Y que con el correr del tiempo, del mundo que teníamos ayer al que tenemos hoy, hayamos permitido que perdieran tanto prestigio y catadura. Y que, por dejar de comprometerse con sus ciudadanos, haya algunos que ya no quieran ni siquiera ser cómplices de la verdad.
Cobrar por la vocación
Para medirlo en pesos y centavos. El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, se negó una vez a cobrar 25 mil dólares de sueldo al año porque creía que los servidores públicos no debían ponerle precio a la vocación. Hoy a la mayoría de los presidentes en cualquier rincón del planeta se les paga 10 o 15 veces más. Y no solo eso, hay naciones que proclaman una lucha sin cuartel contra la pobreza mientras sus expresidentes reciben pensiones y prestaciones anuales per cápita de casi cinco millones de dólares.
Y hablamos de gobernantes legítimos; de gobiernos con determinado orden y concierto. Ni qué decir de las dictaduras, donde los listos y aprovechados terminan graduándose de pícaros, y la chequera de los caudillos se nutre del erario público sin cautelas, presupuestos ni auditores. Para hacerlo más trágico, los tiranos tampoco son ya sinceros. Antes se subían al trono con revólveres y pistolas a la cintura. Hoy asumen el poder aupados por votos electorales y con cara de apóstoles, colándose por los vulnerables resquicios que dejan abiertos las democracias. Y con impunidad vitalicia, que es lo peor. Que alguien me diga entonces de qué nos sirven tantos preceptos, letrados, tribunales y policías, si con ellos no podemos deshacernos de semejantes bribones.