Por Roberto Casín
Los7Días.com
Dicen que no hay nadie más obseso que un jugador de póquer, un fanático de fútbol o un enamorado celoso. Pero hay todo tipo de arrebatos por una idea fija. Están los enloquecidos con la comida, que con unas libras de más y solo una “s” de menos, de obsesos se convierten en obesos.
Tampoco faltan los obsesionados por la líbido, que no tuvieron un tren eléctrico o una Barbie de niños, y de adultos los reemplazan con insospechados juguetes sexuales. O los muy de moda obsesos por las innovaciones, siempre al tanto de la última almohada de plumas con somnífero incorporado o del más reciente abrelatas ecológico.
La salud es también motivo de perturbación mental, y si no que lo digan los hipocondriacos, que no se pierden la última noticia sobre virus asesinos, dolencias recién llegadas al barrio o medicamentos adulterados.
Obsesión laboral
Mención aparte merecen los obsesionados con el trabajo, y sus casos más extremos, los de pilotos de aviones comerciales que eligen las rutas más largas porque no quisieran tener que aterrizar, y de sepultureros que añoran guerras y epidemias para que haya fallecimientos en masa.
Pero yo digo que no, que todos los obsesos se quedan cortos al lado de los políticos perturbados de mente, los mesiánicos, los iluminados, que en su versión criolla, en esta parte del mundo, encarnan el más depurado espécimen de egolatría y de obstinación por el poder.
Tiranos más, caudillos menos, han sido la plaga más resistente a los antídotos y a la ira popular de que se tiene noticia. Lo mismo están en la historia que en la literatura, desde el Tirano Banderas, de Valle Inclán, el Señor Presidente, de Asturias, o el Recurso del Método, de Carpentier, hasta el Yo el Supremo, de Roa Bastos, y el Otoño del Patriarca, de García Márquez; inclusive con muerte documentada en la Fiesta del Chivo, de Vargas Llosa.
Lo peor de estos obsesos, los tiranos del patio, es que ni siquiera la imaginación literaria los supera. Son los únicos personajes que dejan cortas las fantasías. Con ellos, nunca la ficción fue tan poca cosa comparada con la realidad.
Verdugos del progreso
A todos los marca su obsesión por los decretos, su afán por los desfiles triunfales, su inflexible culto al yo y su inagotable vocación por los aplausos. Siempre hablan en público con igual vehemencia, y la mirada tercamente fija en un escenario del futuro que nadie ve, pero que ellos, como elegidos de la fortuna, anticipan de esplendoroso bajo su mando, y sin margen de error.
Aclamados por un séquito de aduladores, ellos lo deciden todo, la alegría, las penas, la escasez, la abundacia, la vida, la muerte, el sinsabor en los amaneceres y la desfallecida ilusión en los crepúsculos.
Avasallan, humillan, destruyen, infunden terror a su antojo. El país en pleno pende de su voluntad como la horca cuelga del patíbulo. Los tiranos son los verdugos del progreso y de los sueños. Y cuando parece que la suerte se les termina, con ellos no hay para cuando acabar.
Desde Castro en Cuba hasta Chávez en Venezuela, a todos les obsesionan los uniformes y las multitudes monocordes, como obedientes ejércitos sincrónicos, verde olivo o rojo, porque eso sí, cada cual también les pone a las desgracias su color.
Les obsesiona el mando, la impunidad, la fuerza bruta, la gloria y la posteridad. Y si entre tantas obsesiones que los asaltan se puede citar una aceptable, conveniente y hasta perdonable es la de que se crean infalibles de por vida, porque esa es precisamente la que termina liquidándolos.
Lo lamentable es que ese proceso de defunción de los tiranos siga siendo tan resignado, lento y desgarrador. Se repiten con grosera impunidad. La gente no escarmienta.